El viejo, sentado, como tantos otros días interminables, en la banca de piedra junto al sendero del jardín, mantuvo los ojos cerrados mientras escuchaba los pasos que se acercaban.
-Hola, papá.
Hacia tanto tiempo ya, que no recordaba cuánto tiempo llevaba esperando escuchar nuevamente esa palabra.
-Hola –una voz infantil, la voz de un niño pequeño.
El viejo abrió los ojos cansados y miró al pequeño que le miraba con fijeza.
-¿Eres tú mi abuelito? –le preguntó el pequeño sin dejar de mirarle.
El viejo miró al pequeño durante un momento al tiempo que sentía que sus ojos se anegaban. Al cabo levantó la mirada y vio al hombre. El hombre, sin dejar de mirar al viejo, asintió y dijo:
-Sí, él es tu abuelo. Es mi padre.
Los ojos del viejo brillaron y unas lágrimas traidoras se escaparon de sus ojos, corriendo por sus mejillas ajadas, agradecido, bajó la mirada hacia el pequeño y contestó:
-Sí, tú eres mi nieto.
El pequeño le contempló durante un instante y finalmente le preguntó:
-¿Eres muy viejo? ¿Has vivido mucho tiempo?
El viejo viendo a los ojos al pequeño le contestó
-Sí, he vivido mucho tiempo –las lágrimas se le escaparon nublándole la visión -, demasiado tiempo. Pero ha sido suficiente.
El pequeño soltó su manecita de la mano del hombre y acarició la mejilla del viejo, rasposa, con barba de varios días. El viejo levantó una mano y acarició por encima la mano del hombre. La boca del viejo se llenó de palabras de amor, pero eran palabras que llevaban ya mucho tiempo, años, esperando a ser expresadas. Llevaban tantos años en espera de la oportunidad de ser pronunciadas que ahora, cuando finalmente se presentaba la ocasión, ya era demasiado tarde y no pudieron ser articuladas. El viejo solo pudo expresar un:
-Gracias –y el alma del viejo quedó contenida en esa sola palabra.
Esa noche al acostarse, poco antes de dejarse llevar por su último sueño, el viejo recordó. Recordó toda su vida, en tan solo unos segundos fugaces tuvo delante de él toda su vida y se sintió confortado. Muchas cosa habían salido mal, más de las que él hubiera deseado, pero no se arrepentía de ninguna de ellas. Cada uno de los sucesos de su vida le habían sido preciosos. El viejo sonrió antes de dormir, no se sentiría avergonzado de la vida que había vivido cuando esa noche rindiese cuentas ante Dios.
El corazón del viejo llevaba tantos años conteniendo amor, tanto amor que le había sido entregado y tanto que él había dado en tantas vidas que había vivido que esa noche finalmente el corazón del viejo se colmó y se detuvo.
Una vida para ser contada. La desgracia de las vidas que son vividas así, de una forma tan intensa, es que no queda nadie quien las pueda contar.
Las palabras deben ser pronunciadas cuando nacen, en el momento mismo en que son concebidas, máxime cuando son palabras de amor. Cada momento de nuestra vida es irrepetible y, por tanto, invaluable. Cada instante es fugaz, cuando ames, ama tan intensamente como posible te sea.
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