viernes, 27 de noviembre de 2009

No Desistas

En la casa de mis padres, bajo la cubierta de cristal del escritorio de mi padre, siempre ha habido recortes y láminas sobre una u otra cosa. Una de ellas que recuerdo era una Carta a mi Hijo escrita por Ricardo Montalbán. Solo recuerdo muy vagamente su contenido, me llena de pesar el no haberla memorizado.
Otra de esas láminas era un poema titulado No Desistas, y aunque no podría jurarlo, estoy casi seguro de que estaba firmado por Rudyard Kipling. Esta poesía sí la pudo atrapar mi mente, para volverse indeleble con el paso de los años.

La secundaria la cursé en la Secundaria Federal 11 “Benito Juárez” (mi querido Irving rezongará del mentado Benito Juárez... ni modo, tendrá dos problemas). Mi maestra de Español, Rebeca, nos animaba a leer, y fue aquí cuando se supone que debí leer por primera vez La Divina Comedia. No la leí, no recuerdo la razón, terminé por copiar una síntesis que me pasó mi primo hermano Mario.

El “taller”, allí en la secundaria, al que me tocó en suerte asistir era impartido por una persona excepcional: el profesor Carlos de la Vara Martínez (siempre recordaré su decir “-Varita, para los amigos.”). Si recuerdo bien fue campeón panamericano de los cien metros planos allá en su juventud.
Además de una serie de clases prácticas para sobrevivir en el mundo laboral, que ya él avizoraba complicado para esas generaciones que le era dable tener en sus manos para moldear, las horas de clase las dedicaba en su casi totalidad a enseñarnos trigonometría y humanidades. Horas inolvidables.
Recuerdo una de esas ocasiones en que nos contaba sobre la dicha de tener un uniforme con el que presentarnos al colegio. Un uniforme que, salvo diferencias entre la calidad de las telas o del calzado, hacía casi indistinguibles las diferencias económicas, de clase, existentes entre el muchachado.
Yo nunca lo había pensado así, hasta aquella vez que nos contó.
Nos narró cuando en su época la obligatoriedad de vestir uniforme quedaba relegada ante los apuros económicos de cada familia. Entonces él, siendo muchacho, debía acudir al colegio sin que sus padres pudieran procurarle un uniforme con el que asistir, con un suéter limpio pero ya raído por el uso, con los pantalones zurcidos, los zapatos anudados con alambres para que las suelas no terminaran de desprenderse. Lo que se sentía de apenado por el aspecto de sus ropas, al lado de otros más afortunados que él que, ellos sí, contaban con un uniforme nuevo y zapatos relucientes recién estrenados.
Fue la primera vez que me percaté hasta qué punto era yo tan afortunado sin haberme dado siquiera cuenta de ello.

Por alguna razón me eligieron en una ocasión para declamar un poema de mi elección durante un lunes en que, formados en el patio principal, rendíamos honores a la bandera en los primeros minutos de comenzada la semana escolar (quiero decir que “por alguna razón” porque yo no descollé por mis calificaciones). Generalmente eran minutos en que tendíamos a tirar a chacota.

          “No Desistas

          Cuando vayan mal las cosas,
          como a veces suelen ir.
          Cuando ofrezca tu camino
          solo cuestas que subir.
          Cuando tengas poco haber
          pero mucho que pagar,
          y precise sonreír
          aún teniendo que llorar.
          Cuando ya el dolor te agobie
          y no puedas ya sufrir,
          descansar acaso debes,
          pero nunca desistir.

          Tras las sombras de la duda,
          ya plateadas, ya sombrías,
          puede bien surgir el triunfo,
          no el fracaso que temías.
          Y no es dable a tu ignorancia
          figurarse cuan cercano
          puede estar el bien que anhelas
          y que juzgas tan lejano.

          Lucha pues por más que en la brega tengas que sufrir.
          Cuando todo esté peor, más debemos insistir."

El saber estas palabras me ha ayudado a hacer más soportables momentos difíciles que se han sucedido dentro de mi vida. Muchas veces me han confortado ante los pesares de la vida que nos agobian pareciera que una vez sí y otra también.

En una ocasión me merecí más que un regaño: mi profesor Carlos, contra toda su paciencia e indulgencia mostradas, se vio inclinado a escribir una nota a mi madre. Así que, una vez con mi libreta en sus manos, me preguntó en uno de esos momentos (siempre comunes en mi) en que mi mente estaba en otro lado:
-¿Cómo se llama tu madre?
¿Cómo se llamaba mi madre? Yo siempre la había llamado “mamá”. Para todo efecto siempre había sido así. Nunca había pensado en la necesidad de llamarla de otra forma ante alguna otra persona.
Ahora me muero de la risa al imaginar el estupor que debió haber visto reflejado en mi rostro al no saber contestar su pregunta. Me daba perfecta cuenta de que sería un absurdo contestarle así, incluso podría creer que me estaba burlando, pero el nombre de mi madre, Susana, simplemente no llegaba ni a mi mente ni mucho menos a mi boca.
¿Pensó que no le quise contestar por temor a que escribiese la nota?
-No importa -terminó diciendo -, después escribiré la nota (cosa que nunca hizo).
Podrán darse cuenta de hasta que punto a veces he vivido fuera de este mundo.

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